miércoles, 18 de mayo de 2016

Reseña de Las hojas rojas en Caravansari

Como os decíamos, la segunda reseña publicada en el número 6 de la revista Caravansari corre a cargo de Ángel Zapata, y en ella el autor reflexiona sobre Las hojas rojas, de Julio Monteverde. Renovamos nuestro agradecimiento a Caravansari, y aprovechamos para felicitarles desde aquí por su magnífica publicación.

La visión en estado naciente


Ángel Zapata


Ligada en principio a la tradición de la poesía visionaria, lo que la escritura de Las hojas rojas da a ver se mantiene —sin embargo— a prudente distancia de las liturgias de lo oracular y la solemnidad de lo profético. Profundamente emotiva, no se desliza hacia lo sentimental. Atravesada de punta a punta por las corrientes de lo pasional, no cede en ningún momento a la tentación del lirismo. Todo ello hace que uno de los principales logros de esta obra de Julio Monteverde sea —precisamente— la seguridad y la justeza con las que acota su territorio.

No hay sin embargo, o por eso mismo, un núcleo, un centro desde el que irradien la pregnancia y la intensa fascinación de estos poemas. Como quería Zaratustra, el centro está en todas partes. La poesía no es aquí la propiedad de un sujeto que la origina y la funda, sino el efecto, más bien, de un descentramiento del lugar de la enunciación. Estamos, pues, ante un sujeto poético que habla no desde las certezas, siempre convencionales, de lo biográfico, ni tampoco (¡horror!) desde los resabios de un intimismo más o menos psicologizante, y ante un sujeto que rechaza —por la misma razón— los procedimientos y los comodines retóricos en que se apuntala la identidad dentro de la poesía de escuela, de cualquier escuela.

Lejos de todo ello, la palabra —en la concepción y el desarrollo de Las hojas rojas— atestigua un vaciamiento y una desnudez esenciales, vaciamiento y desnudez que sin embargo evaden la pendiente del silencio, y que se experimentan, al contrario, como condición para convocar el mundo. También por eso el mundo convocado en la operación poética no es al final el plexo de significaciones coaguladas, inertes, de las que se desprende como un efecto de estructura la consistencia del yo. Monteverde sabe que “yo es otro”, y de ahí que el territorio de experiencia que exploran Las hojas rojas sea un universo vivo, tumultuoso, matricial, un mundo en estado naciente, que comparece en el espacio del poema como un caleidoscopio profusamente móvil en el que cada configuración se ofrece como una posibilidad de sentido, o —lo que es lo mismo— como una tarea para la libertad.

Con Las hojas rojas, pues, el corazón mismo de la dimensión poética nos es restituido en todo su riesgo y su potencia de perturbación. No es una poesía para ser leída, sino experimentada. No aspira a la comunicación, sino al contacto. Su belleza convulsa, en fin, no solicita la admiración externa de un espectador, sino la cercanía y el temblor de una sensibilidad apasionada.

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